¿Cómo se mide el “Dolor País”?

¿Cómo se mide, en índices aceptables, la suba inexorable del "dolor país"?
Si la sensación térmica es una ecuación entre temperatura, vientos, humedad y presión atmosférica ¿por qué no emplear combinadamente las nuevas estadísticas de suicidio, accidente, infarto, muerte súbita, formas de violencia desgarrantes y desgarradas, venta de antidepresivos, incremento del alcoholismo, abandono de niños recién nacidos en basurales —metáfora magistral de la convicción que tienen los miserables irredentos de que su prole no tiene ni tendrá otro destino—, deserción escolar, éxodo hacia lugares insospechados... para medir el sufrimiento a que somos condenados cotidianamente por la insolvencia no ya económica del país sino moral de sus clases dirigentes?
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo evaluó en algún momento "índices de sufrimiento humano", construidos a partir de diferentes variables: inseguridad, expectativa de vida, tasa de suicidios, mortalidad infantil... Estos datos objetivos no dan cuenta sin embargo, tal vez porque es imposible hacerlo, de los múltiples dolores cotidianos, del desgarramiento interior de quienes los padecen: habría que sumergirse hasta el fondo de los seres humanos, tolerar el horror que números y planillas no reflejan, para encontrar allí las imágenes de la devastación sorda a la cual han sido sometidos.

Perder hasta la identidad
Durante la ocupación alemana se solicitaba a la dirección judía de los guetos una cuota diaria de nombres que ellos mismos debían entregar, suponiendo que la decisión tomada era hecha en función de enviar a algunos a la muerte para salvar a otros. En definitiva, esa cuota no fue sino un engaño, el modo con el cual se logró la colaboración silenciosa de quienes debían elegir, día a día, quién se salvaba y quién moría; y aquellos que lo hicieron supieron que las pobres justificaciones que los alentaban a realizar la bajeza de ese trabajo no era sino el encubrimiento de su propio terror, la degradación cotidiana hacia la desidentidad absoluta. Hoy nuestras clases dirigentes deciden si le quitan los antibióticos a una maestra o la medicación antihipertensiva a un jubilado, y la llamada reingeniería empresarial obliga a sus próximas víctimas a un diseño cuidadoso de la cuota diaria que deben entregar quienes aún deciden sobre los otros, sabiendo que ese lugar puede alternarse y en cualquier momento se producirá respecto a ellos mismos la expulsión definitiva de la vida.Hay en la infancia un sentimiento de desvalimiento que da lugar a la más profunda de las angustias: se trata de la sensación de "des-auxilio", de "des-ayuda", de sentir que el otro del cual dependen los cuidados básicos no responde al llamado, deja al ser sometido no sólo al terror sino también a la desolación profunda de no ser oído. A tal punto es así, que puede devenir "marasmo", un dejarse morir por desesperanza, por abandono de toda perspectiva de reencuentro con el objeto de auxilio.Y de eso se trata con la desaparición de las funciones mínimas del Estado, porque como decía un cartel de los piqueteros: "Tenemos tres problemas: no tenemos trabajo, no nos jubilan, no nos morimos..." en un país en el cual la desocupación no sólo arrastra la lesión moral de no sentirse necesitado por nadie, de ser sobrante inútil de la masa humana que construye riquezas, sino que implica una agonía deteriorante y paulatina para quien se ve sometido a ello dado que la orfandad a la cual el Estado lo condena se extiende a su mundo entorno, a todo lo que ama.
Porque no alcanza con la crisis para sumirnos en este "sobremalestar", en esta sensación de dolor profundo que consume hoy a la mayoría de los argentinos, y que nos embarga hasta la cursilería —como cuando se nos hace un nudo en la garganta al recordar un viejo comercial en el cual un avión despega mientras una voz dice "Aerolíneas Argentinas, la Argentina que levanta vuelo", o se nos seca la boca escuchando una canción patria que fue motivo de chistes infantiles: "Alta en el cieeeeloooo, un águila guerrera... "El "dolor país" se mide también por una ecuación: la relación entre la cuota diaria de sufrimiento que se les demanda a sus habitantes y la insensibilidad profunda de quienes son responsables de buscar una salida menos cruenta.
El suplemento de modas de un diario de esta ciudad traía el jueves, en el marco de una semana de quitas y levas, de protestas y enfrentamientos, un titular extraordinario en su banalidad irresponsable: "Las colecciones de París. El mundo es un lujo". Y en páginas interiores, el casamiento de la hija del ministro que se quedó sin lágrimas de tanto tomar medidas que lo desgarran, con el mismo vestido de encaje que debió ser salvado del vandalismo resentido de quienes esperaban en la puerta. Se puede, por supuesto, cuestionar el derecho a inmiscuir lo público en lo privado, a llevar hasta la boda de una joven la hostilidad reinante en esta ciudad devastada, a arruinar "el día más feliz de la vida de una mujer" trasladando la guerra al salón de fiestas elegido, situado en la "reserva ecológica" de la ciudad, una de las zonas en la cual aún se salvan algunas especies naturales del país. Pero convengamos que hay algo perverso en la ostentación de riqueza y bienestar con la cual se acompañan, simultáneamente, sin intervalo temporal, las demandas más brutales de sacrificio a la Nación con la exhibición del goce de quienes las realizan. La "guerra de los pasteles" fue un episodio de la historia de Francia: la respuesta que dio el pueblo a la frase terrible de María Antonieta, esposa de Luis XVI: "¿El pueblo no tiene pan? ¡Que coma pasteles entonces!..." Y la inmoralidad salta a la vista, tal vez porque ocurrió en otro país y en otro tiempo, y a nadie le hubiera parecido injusto que le hicieran un nudo en la boca con su pretenciosa peluca si podía decir cosas tan desalmadas sin ninguna sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno.

La banalidad del mal
Hace algún tiempo se hizo una encuesta en Estados Unidos para elegir el personaje más detestable de los cuentos infantiles; fue nominada, por mayoría y sin dudas, Cruella de Ville.Podemos avanzar alguna interpretación al fenómeno: la madrastra de Blancanieves está celosa de su marido; la de Cenicienta ama a sus propias hijas por encima de todo escrúpulo; el hada devenida mala de La bella durmiente actuó por resentimiento, por exclusión, por no haber sido invitada a la fiesta de bautismo —ya quisieran nuestras clases gobernantes despertarse después de cien años de dormir con el beso de un príncipe y todo intacto para retomar la fiesta... Pero Cruella de Ville no tiene motivos, más que su vanidad, su falta de sensibilidad por el sufrimiento ajeno, la "banalidad" de su egoísmo, el hecho de que pueda quitar la piel del otro sólo para hacerse un objeto de lujo, ni siquiera para sobrevivir.Que alguien quiera reencontrar en ese personaje a la ministra que cubrió de zorros su devastada desnudez para mostrar vanidosa, impunemente, adónde iban a parar las comisiones de robos y malas ventas, no exige demasiada suspicacia; pero lo que sí hay que reconocer es que no se vendieron las joyas de la abuela, en un país donde ya no quedaban ni las perlas en las ostras, sino la carne, la sangre y los dientes de todos los viejos, y la posibilidad de que aquellos que aún tienen tiempo por delante se hayan quedado sin futuro con el cual llenarlo. Morgan y sus colegas nos han hecho entrar en la zona roja del mundo. Todos los días miden el riesgo país con un cuidadoso cálculo que define si tendremos o no libreta sanitaria para seguir trabajando, para seguir siendo plausibles de generar ganancias sin riesgo de infección. Y cada día miles de argentinos pauperizados repetimos aterrados los índices que pueden arrojarnos a la calle, o permitirnos seguir viviendo con un costo cada vez mayor y una sensación de indignidad profunda. Este también es el "dolor país": la imposibilidad de salir de la esterilidad condenada a la cual nos sentimos arrojados, de la cual sólo puede desatraparnos la convicción inexorable de que tenemos el derecho de recuperar los sueños que, como decía María Seoane, anidan en los pliegues del siglo XX, para darles una textura nueva que los haga compatibles con los tiempos que comienzan.

Artículo publicado en "Clarín", el miércoles 25 de junio de 2001