Ha surgido ya hace algunos años —y tiende a tornarse parte del lenguaje común— una categorización que implica una traducción directa no sólo de la lengua inglesa sino del modo con el cual el neoliberalismo va creando formas de vínculo y de apreciación de la realidad. Se trata de la diferenciación entre losers y winners, o, como se ha comenzado a decir con mayor frecuencia de lo reconocido en nuestra propia tierra, entre ganadores y perdedores, aludiendo con ello a una clasificación que genera una bipartición de la sociedad en dos estamentos claramente diferenciados: los que logran más o menos sobrevivir a las condiciones de marginalización crecientes y aquellos que son arrojados por la borda, o que continúan flotando aferrados al borde de la embarcación social, precariamente sostenidos y en riesgo constante de caer.
Ya no se trata de ser "el ganador" de un concurso, de un sorteo, de una situación de competencia cualquiera, sino "un ganador", alguien que pasa a pertenecer a un conjunto de seres que tienen ciertos atributos que los diferencia. Y es en este pasaje de "el" a "un" donde se marca la pertenencia a una especie, a un rango que articula una categoría que permanece más allá de la situación, transformándose así de descriptiva en valorativa. Porque casualmente, el ser un perdedor o un ganador se define desde esta perspectiva, por el éxito social alcanzado, en estado puro, más allá de toda valoración de otro orden, nucleándose alrededor de un rasgo que constituye el punto máximo alrededor del cual gira el sistema social de valores, más allá de toda legitimación moral o productiva.
No se gana por valer, sino que se vale por ganar, y esto se articula alrededor de la capacidad de ganar dinero o de lograr prestigio social, rango de precipitación ideológica que se constituye como el eje de toda posibilidad de reconocimiento, y ello no sólo como propuesta externa sino como modo mismo de polarización de la subjetividad, vale decir, como modelo y proyecto identificatorio, en razón de lo cual insertarse en la parte superior de la pirámide (cuya base es cada vez más amplia y su cúspide más pequeña) deviene no sólo una meta sino una forma de autovaloración, de autorreconocimiento narcisístico, sin que quienes en ello se ven atrapados —como ocurre con el modo general de operar de la ideología— tengan posibilidad de descubrir bajo qué formas esta inserción subjetiva se realiza.
Una clasificación de este orden, cuya inmoralidad extrema puede ser fácilmente detectada, se gesta socialmente. Es efecto de formas de representación colectivas que imponen coagulaciones de sentido a los sujetos que pasivamente las recogen —no sólo a quienes es aplicada sino a aquellos mismos que las aplican—. Y en el centro mismo de estas representaciones está la transformación de la responsabilidad social en condena, como coartada ante la culpa que genera en los sujetos éticos que se sienten convocados por la disparidad de condiciones a las cuales se ve sometido el semejante.
El filo de las palabras
El filósofo inglés J. L Austin distinguía entre dos términos: excusa y justificación, con el propósito de mostrar de qué manera el estudio de las formas de responder ante un hecho moralmente imputable posibilita la elaboración de una teoría de la ética que se sostenga en el empleo del lenguaje como modo de la acción. Se trata de ver de qué modo el sujeto responde ante la interpelación de haber hecho algo considerado malo, injusto, inoportuno. Una manera de proceder, dice, consiste en admitir simple y llanamente que él, o sea X, hizo esto a A, pero alegando que era algo adecuado, bueno o permisible, ya sea en general o por lo menos en las circunstancias particulares de su caso. Esta es la línea de la justificación. Otra forma es aquella en la cual se admite que lo hecho no fue bueno, pero se alega que no es del todo justo o correcto limitarse a decir simplemente que la acción fue realizada, ya que se descuidan las circunstancias en las cuales ésta fue realizada. X puede estar bajo una influencia ajena —cuando realizó la acción imputada— o movido a actuar así. Se puede tratar de un accidente o de un descuido voluntario, o de algo ejercido en circunstancias en las cuales se alega no estar en condiciones de decidir.
Supongamos que A fue violada por X; el argumento justificatorio —inaceptable para alguien de nuestra cultura— es que X no tiene por qué dar explicaciones de su acción en razón de que ésta es perfectamente acorde a la moral entorno; "chinitas y negras" han pasado por esta situación sin que se pidiera (hasta María Soledad) explicación alguna a los ejecturores de turno acerca de la conducta ejercida. Del lado de las excusas, y en nuestra moral social contemporánea, se puede esgrimir, ante la misma acción realizada, un argumento de otro orden: ¿hasta qué punto A no es responsable en parte de haber sido violada en razón de haber entrado al auto de X, o por el hecho de haber despertado en él una pasión o impulso violento dado que luego de haber aceptado sus galanteos o haber usado una ropa insinuante se rehúsa a la relación sexual esperada?
En la primera defensa se acepta la responsabilidad pero negando que se trate de algo malo. En la segunda se puede admitir que lo realizado es incorrecto, pero justificable dadas las circunstancias. Es en este último caso cuando estamos en el plano de las excusas, y no es difícil para cualquiera de nosotros ver en estas dos formas —excusas / justificaciones— el modo con el cual se ha producido el pasaje, en el discurso militar, de la apreciación de lo operado durante los años de la represión salvaje. De la justificación de la acción ejercida —que aún aparece más o menos encubierta en las formas con las cuales se intenta reivindicar a la institución en conjunto— a la excusa, hemos visto todos los matices. La justificación se sostuvo fundamentalmente durante los años de soberbia militar, cuando no había desde la sociedad civil voces suficientemente fuertes para imputar. Cuando eso se derrumbó, apareció el plano de la excusa: no podíamos hacer otra cosa, intentábamos lo mejor y cometimos excesos... A nivel individual, por su parte, el exponente máximo de la conducta excusatoria desresponsabilizante se ejerció a través de intentar la inimputabilidad acogiéndose a la "obediencia debida".
Del mismo modo, la diferenciación, en nuestra sociedad actual, entre losers y winners (ganadores y perdedores) da cuenta del movimiento que intenta derivar hacia las víctimas la responsabilidad de su marginación y desamparo. Siendo imposible la aceptación ética del disfrute de algunos ante el malestar y desprotección de tantos, el lenguaje viene en ayuda para otorgar una explicación que, en este caso, toma la forma de una justificación. Son las víctimas mismas del proceso salvaje de "reingeniería social" los perdedores, ineptos, aquellos de los cuales es necesario apartarse en virtud de sus defectos morales, de su incapacidad de ubicarse en las nuevas circunstancias.
El desprecio larvado, disfrazado de compasión, es entonces la coartada que posibilita, a quienes sobreviven aún económicamente, sostenerse al margen, más allá, en este nuevo relevamiento del "por algo será" con el cual no cesa de asombrarnos la importación no sólo de modelos alimenticios de chatarra sino de modos de traducción de la discriminación social. Con una consecuencia no por impensada menos esperable: el hecho de que las víctimas, integradas por quienes quedan constantemente expulsados de la vida productiva, incrementadas día a día por la disminución de la población económicamente activa o mínimamente remunerada, al quedar identificadas con la ideología que las discrimina, se autoacusan de su dificultad para formar parte, pertenecer o integrarse al estamento ganador. Suman así a su dificultad de supervivencia la representación devaluada de su propia imagen. De este modo, melancolizados los sujetos por el retorno del odio sobre sí mismos ante la imposibilidad de enfrentarse a nadie —por el anonimato con el cual el sistema diluye constantemente responsabilidades y presenta toda toma de decisión como de una racionalidad imposible de ser derribada— por una parte, y por verse sumergidos de pronto en el interior de la masa de "discapacitados" que no saben encontrar una vía de salida, por otra, se ven reflejados en una mirada social que no por compasiva es menos lesionante, dado que lo que se les reconoce no es un derecho expropiado sino una imposibilidad personal sustantivada como rasgo de carácter: "se pierde porque se es un perdedor" y ello libra, a los "ganadores" de toda responsabilidad moral al respecto.
Artículo publicado en "Clarín" el Jueves 28 de diciembre de 2000